Retratos en sepia, cielo azul, palabras sobrevolando tejados de casas que no existían cuando Miquel Carretero y Rafael Timoner fundaron su empresa allá por 1954, una guitarra desgranando acordes teñidos de melancolía y un deseo expresado por Xavier Borbolla, conmovedor de puro simple y pragmático, “jubilarme en CATISA porque eso significará que lo han hecho todos mis compañeros”.
Eran los mimbres de un vídeo titulado “Catisa y su gente” incluido en una exposición que dos años atrás organizó la Fundació Sa Nostra para repasar el recorrido de la emblemática empresa mahonesa. El audiovisual recogía testimonios de quienes hicieron posible con su trabajo que CATISA se convirtiera rápidamente en una de las empresas de bisutería más importantes de España, llegando a emplear a 154 personas e impulsando iniciativas como SEBIME, la asociación que todavía hoy aglutina a buena parte de un sector que se resiste a desaparecer.
Un sector del que CATISA ha sido exponente durante años, por su esmero en la producción de bisutería, fornituras y objetos de regalo y por el espíritu de “gran familia” que aglutinó a sus trabajadores. Ese espíritu que se enseñorea del vídeo como lo hizo del reportaje que Gemma Andreu publicó en el “Menorca”, en noviembre de 2006, con motivo del derribo de las instalaciones de la fábrica de la calle Sant Sebastià.
La de CATISA es una historia de empuje, iniciada por Carretero y Timoner y protagonizada por un elenco de excepción, trabajadores humildes y cumplidores de los que se dejaban sus cosas si hacía falta ir a la fábrica, que vivían junto a ella y llevaban a sus hijos a la escuela infantil Peter Pan. De empuje y de acción gracias a un Timoner –a Carretero lo del protocolo no le gustaba mucho, al parecer– que apeló a la unidad como fórmula de futuro para el sector, implicándose en la creación de SEBIME, APICESA o el Instituto Tecnológico de la Bisutería (ITEB).
Con ellos, con Satin Borbolla, Lluís Lluch, los Moll, Pons, Gelabert o Vinents, CATISA se convirtió en un referente de la industria menorquina hasta que con su venta en 1999 a Josep Maria Drudis comenzaron los problemas, uno de ellos en forma de reducción de un tercio de la plantilla. Resultaron falsas las promesas de Drudis en orden a relanzar la empresa y el relevo por Enrique Perera en 2001 tampoco arrojó más luz.
Fueron entonces los trabajadores quienes se empeñaron en sacar adelante la empresa y recibieron expectantes a Antoni Montserrat en 2003. Tras su fallecimiento, con bríos renovados, su hijo Pau y Xavier Borbolla echaron el resto. Inversión e ilusión a partes iguales no fueron suficientes para combatir las deudas y la crisis que han barrido toda esperanza, dejando mudos a quienes se resistían a perderla